domingo, 10 de octubre de 2010

Sabor a cielo



Ella usaba poleras con teorías escritas que él intentaba leer 
y resolver con atención.

Volaban sus ropas, se tropezaban con muebles, 
se arrimaban a los muros, 
se montaban y se desmontaban el uno del otro.
Así era cada vez que él traspasaba el umbral 
y ella cerraba la puerta.


Rogó que lo dejara arrancar 
la polera y las teorías escritas 
y ella se escondió entre frazadas 
que ahorcaban y cobijaban. 
Entonces la vergüenza 
le hacía cerrar sus ojos 
y el entendimiento, 
él reía de su actuación.

Sus dedos de hombre apasionado 
caminaban cada milímetro 
por los recodos de la loca geografía de la pasión, 
jugando a hurgar, a reconocer, a memorizar.
Los detenía en la curva peligrosa del placer 
y desde ahí subía por su ondulado pelo
trepando hasta sus sueños.
Los hacía bajar solo al escuchar 
sus femeninos gemidos 
y el rápido aliento de mujer 
en sus oídos 
y con alevosía 
volvía a trepar hasta los cabellos 
que se desparramaban sobre la almohada.

Así ella retorcía su pasión como gata en agosto, 
buscando la boca que detenía su sed 
y gozando el roce que entregaba  
la suavidad de la seda desnuda, 
al cuerpo que se dejaba seducir.

Y subiendo a tientas posándose  
en la luna de su bosque 
como el más experto astronauta 
en su nave espacial, 
tomaban el sol, 
tocaban las estrellas 
y envolviéndose en la lujuria pegajosa 
preguntó a que sabía su sexo.

Ella rió descaradamente 
y respondió:
¡A Cielo!

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