domingo, 17 de octubre de 2010

Altamirano y la esquina



Al paco Altamirano le gustaba la nueva esquina que le habían asignado.
Su jefe, el Teniente Aguirre había anunciado la noticia en la ronda a la guardia esa mañana.
Él había sonreído con placer.

Cuidar al embajador de Palestina era un honor, pero tener a la Olga cerca, era mejor.

Su novia trabajaba en casa de los Araneda a cuadra y media de la Embajada
Su patrona doña Martita, una buena dama, que le permitía entrar a la cocina de su casa y mirar a la Olga con ojos lujuriosos de tanto amor.
Porque así era su amor, casto y puro, aunque las ganas se la sacaba caminando de una esquina a otra y mirando todo lo que sospechosamente se movía sin su permiso.

Su relación con la Olga era de varios años, la había seguido por todos sus trabajos, cuidando y mimando a esta mujer que deseaba que a futuro fuera su esposa y madre de sus hijos.

Los paseos de ellos por el parque cercano se hacían frecuentes y los vecinos comentaban lo caballero que era el paco Altamirano y que suertuda la Olga.

Todo esto bajo la mirada atenta y envidiosa de Jacinto Flores el jardinero municipal, que los espiaba cuando podía.

La Olga por su parte mantenía esa imagen de casta que dignificaba con sus candentes y anchas caderas las que sabía mover con gracia, su piel suave de diosa, sus piernas bien formadas, sus manos amasadoras y calientes, sus ojos soñadores que abría y entrecerraba según la ocasión de la pasión que su sexo requería, y en esto Altamirano era exacto, daba lo que su ley permitía.

Así el tiempo pasaba en la vida de los vecinos, del embajador, de Doña Martita, del jardinero municipal, y de todo aquel que quisiera participar de sus románticos manoseos en la esquina del parque con la embajada.

El café que tomaban en la mesa de la cocina, era eternas tertulias bajo la vigilancia atenta de los dueños de casa que deambulaban muy cerca.

Muchos eran los sueños que Altamirano quería para él y su Olga.

En la casa de los Araneda se dormía temprano, Doña Martita hacía la última ronda, daba las bendiciones y las buenas noches a sus pequeñas niñas y por supuesto a Olga.

Cuando sonó el timbre el silencio del metódico hogar se afectó y quedó en el aire.
Doña Marta abrió la puerta con temor de saber que a esa hora podría ser una mala noticia. Fue un alivio cuando vio a Altamirano con su uniforme verde amistad.

-Doña Marta disculpe la hora ¿Puedo hablar una palabrita con Usté?-  
Dijo con su habitual parquedad y solemnidad.

Doña marta lo guió hasta la cocina y le ofreció café, su rostro estaba desfigurado y sus ojos despedían rayos que ella jamás había visto.
Esto la asustó, pero su religión le permitía creer en las personas y este hombre le daba la confianza necesaria.

Altamirano con  voz temblorosa, dijo:  
¡Necesito su permiso para entrar al cuarto de la Olga!

Ella había pasado en su vida por muchas cosas, enfermedades, dolores, revoluciones y noches en vela esperando a su esposo, pero esto era nuevo.
¿Como dejaba entrar a este hombre al cuarto? Donde dormía la inocente niñera, la de su confianza.

Algo doloroso se reflejaba en este fuerte hombre y dijo a mucho pesar:
¡Vamos, lo acompaño!

El cuarto de Olga estaba al fondo del jardín donde el gran palto no dejaba entrar la luz, ni del sol ni de la luna, era el lugar donde Altamirano jugaba con los pechos y besaba la boca carnosa de esta novia, que calentaba su sexo hasta doler.
Como no iba a recordar si en cada dedo tenía grabado cada pedacito de la piel de su diosa.
Se sintió excitado al punto que lo percibió en su pantalón institucional y sintió mucha vergüenza dada la cercanía de esta santa dama.

Doña Marta golpeó con sus frágiles nudillos la puerta, y con  voz dulce que usaba siempre que requería a Olga a horas que no eran de trabajo, la llamó.

La puerta se entreabrió y como siempre era habitual asomó su cara soñolienta y sus ojos que excitaban a este novio.

¡Seño!
¿Qué pasa, las niñitas?  Exclamó.

Con llamaradas en su mirada y perdiendo toda su habitual compostura empujó la puerta con el poder que le daba el permiso de la dueña de casa y el uniforme de la institución que amaba.

El cuerpo de Olga apareció con toda su desnudez que se suponía casi un secreto de estado  ante los atónitos ojos de Doña Marta.

Y al fondo del cuarto desnudo con la erección a vista y paciencia de todos y con el espanto en su rostro, estaba el fantasma de Jacinto Flores, el jardinero municipal.

Esposado con la cabeza gacha y la humillación por aureola, fue empujado Flores y sentado en el auto-patrulla.

Altamirano con autoridad daba la orden a sus colegas.

¡A éste me lo cagan p’a siempre! 


A mi amigo Javier Aguirre.


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