El pan con sus relucientes semillas y su saludable centeno
demanda que lo salpique con la dorada confitura de damasco. Entonces ella me
arroja la infantil imagen del árbol cargado de frutos de mi casa de Mary Graham
(calle que ahora tiene otro nombre)…
Él era mi refugio cuando quería soñar y hastiarme de su
cosecha hasta que mi estómago reventara…
Aún recuerdo a mi padre diciendo: -Esta semana hay que
encargar un saco de azúcar, los damascos se están pasando (maduración)-
Entonces el almacenero de la Av.Colón esquina de Hernando de
Magallanes llegaba en su triciclo repartidor, con el saco de papel que contenía
la blanca y refinada azúcar.
Se pesaban los ingredientes en partes iguales, azúcar versus
damascos, y se les daba un hervor que se dividía en lapsos de tiempo, según la
receta de cada familia, siempre dejando reposar algo que aprovechábamos para
degustar.
Y en mi angustia de perderlo todo, yo comía y comía… y más
comía…
Parece este verano ser un año de buenos damascos (solía
decir mi padre con su mentalidad de agrónomo) Ayer los encontré en mi feria de
Santa Isabel, dulces, grandes, carnosos y muy coloridos…
Su miel chorrea por la comisura de mi boca, por mi mano
hasta el codo, tal como era en esa otra época…
Mi nostalgia hoy ha viajado al pasado deseando abrazar a los
que se fueron pensando que yo era la fanática de este fruto.
En mi memoria aún está presente cuando con mi padre
plantamos un pequeño árbol que cuidamos con mucho cariño, y que creció para
hacerme feliz en su cobijo de hojas verdes y frutos empalagosos.