Con desacierto la siguió llamando y su necedad por ella alucinó a tal punto que se le aparecía en su quimera realidad, y enfermo de tanta fantasía, la miraba tanto sentada en la cama como duchándose, y así también cantando y bailando. Las conversaciones eran hasta el amanecer con la emoción de susurrar a su oído y rogarle que no lo dejara nunca.
Por equivocación había ido a parar ese día a la esquina que no era y que debía ser donde encontraría a su amigo. Y por desacierto todo se enredó y acabo tomando café con esa desconocida de ojos negros y profundos, de abundante pelo rizado y pausada voz. Doncella de movimientos y decires sensuales que entusiasmó a su cuerpo y a su corazón.
A ella le caminaban pajaritos por la cabeza y soñaba que todo era de color azul, se adentraba en la profundidad de éste con sabiduría y locura, intentando apariencia de inteligente y cuerda. Y lo lograba, su solapado misticismo era su carta de presentación.
Era la santa de fantasía que siempre usaba la magia para decir y estar a la hora indicada y en el lugar donde deseaba atrapar a su nueva víctima. Los hombres eran su debilidad y su objetivo la seducción. Y él era una presa fácil, de carácter delicado, romántico, sensual, místico y enamorado de la vida y las mujeres.
Pasó el otoño y apareció el invierno y las noches de sexo entre ellos eran eternas, se reían de sus cuerpos traspirados y agotados, donde el licor y la marihuana eran los invitados.
Él cada día se enamoraba más y cuando el tiempo que no le permitía estar con ella, eso se hacía infinitamente eterno y apaciguar esta ansiedad era un tormento.
Ella por su parte se comportaba de manera extraña y egoísta, solo alucinaba entre el sexo, las drogas y las frases que alimentaban su ego.
Aquel martes primaveral fue encontrado llorando debajo de sus sábanas con su cuerpo encogido y entre dientes susurrando incoherencias indescifrables para cualquier cristiano oído.
El desatino se había apoderado de su mente y la necedad de sentirse enamorado lo tenía entre la fantasía y la insensatez. Su absurda equivocación y su desvarío le dejaron el entusiasmo entumido y el cuerpo sumergido en el éxtasis del absurdo.
Ella había desaparecido y sus cosas también.
Dicen los lugareños que duerme a orillas del mar, que se pasea como alma en pena, que canta en raras lenguas que solo él interpreta.
Que su cuerpo está llagado y herido por dentro y por fuera.
Que se alimenta de los recuerdos y que sus días y veranos son tan calientes como las noches con ella.
Y a ella…
Dicen que la escuchan cantar en los roqueríos cerca de la playa grande.
Dicen que se pasea por la costanera en las noches de invierno desnuda y que no siente frío.
Dicen que se burla de su amado que busca en el lugar equivocado.
Dicen que se baña en el mar cuando hay tempestad y ella no sabía nadar.
Dicen que las mujeres le rezan y le piden que conceda favores y los hombres la buscan para hacerle el amor.
Pero dicen también:
Que él llora por la playa suplicando que vuelva a su vida que el mar la regrese a su lecho para hacer el amor de nuevo.
Que echa de menos sus pechos y su boca.
Que extraña sus manos y que le gustaría mirar como bailan sus candentes caderas.
Que añora su risa.
Que todavía huele su perfume.
Que desea que le devuelva su fantasía y su cordura
Solo ayer lo encontré sentado en los roqueríos con la mirada puesta en el atardecer, y recitaba:
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